Época:
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Siguientes:
Francia
Gran Bretaña
Las Provincias Unidas
Suecia
Dinamarca
Polonia
Prusia
España
Portugal
La Península italiana
Austria
Turquía
Rusia

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Antes de entrar en el análisis de la política de los Estados en la Europa del siglo XVIII es necesario analizar previamente el pensamiento político y filosófico vigente en la centuria para contrastarlo con las realizaciones prácticas que lo acompañaron. Esto no significa repasar el ideario ilustrado o comentar las obras de los filósofos más representativos -objeto de análisis en otra parte de la obra- pero sí presentar una panorámica de los países y sus gobiernos para poder entenderlo. Si tomamos como punto de referencia la trayectoria vital de Voltaire, el personaje más característico de este siglo, podemos ver tanto en su ideología como en sus costumbres o en los escenarios donde transcurrió su vida toda la gama de posibilidades que a nivel intelectual y político surgieron en la época que nos ocupa, mostrando también la paradoja que acompañaría a los filósofos: rebelde frente al poder -su lengua acerada era capaz de criticar el régimen político francés hasta ser llevado a prisión- y al mismo tiempo inspirador de una política determinada desde el poder, como hizo con Federico II -el déspota ilustrado por excelencia- cuando pasaba largas temporadas en su compañía. Su enorme curiosidad por la situación europea le hizo estar atento a todo lo que ocurría en el Continente queriendo conocerlo personalmente, por lo que realizó numerosos viajes a lo largo de su vida, preferentemente a los países de la Europa del Norte, más tolerante y permisiva que la del Sur. De Inglaterra admiró el parlamentarismo y las amplias libertades reconocidas por su sistema constitucional; en Holanda quedó deslumbrado ante las cotas de libertad individual alcanzadas por el republicanismo, donde él mismo, desaparecida la censura, pudo publicar sus obras más radicales; del Imperio alemán conoció sobre todo Prusia, pero también Weimar, el Palatinado y Baden, visitando sus diferentes cortes ilustradas, y aunque no estuvo nunca en Rusia su continua correspondencia con Catalina II le hizo estar al tanto de lo que ocurría en el Oriente europeo. Jamás se decidió a visitar Roma, a pesar de su interés como historiador, por temor a los inquisidores italianos, y al final eligió vivir en la federalista Suiza, que le daba suficientes garantías para seguir escribiendo y mantener viva esa imagen de rebelde, libertino, irónico, radical y subversivo que tanto le gustó reflejar a lo largo de su vida.
En la Europa del siglo XVIII predominaban las monarquías. El rey seguía siendo el personaje más representativo de los Estados y el sistema monárquico la referencia natural y también la más eficaz a los ojos de los europeos, dada su identificación con él. Buena prueba de ello es que los dos nuevos países surgidos ahora -Piamonte y Prusia- lo harán adoptando esta forma de gobierno. Los príncipes europeos, emparentados entre sí, y acostumbrados por mucho tiempo aún al viejo esquema dual definido por Austrias y Borbones, aparecen como la pieza maestra de un sistema político-social del que eran a la vez señores y servidores. No importa que Francia, la Monarquía absoluta más emblemática comience a ser atacada y criticada precisamente por su absolutismo, que en Italia y España las instituciones se hallen petrificadas, o que en el Este europeo asistamos a una "segunda servidumbre", ya que en todas partes se dará un proceso de desarrollo monárquico tendente a reforzar los poderes centrales porque en la base de las reformas siempre estaría un rey con el deseo, la capacidad y la autoridad suficiente para acometer los proyectos de reforma y modernización.

Hasta el siglo XVIII las monarquías habían podido justificar su existencia y su poder mostrando históricamente su sistema como el mejor y a los reyes ejerciendo su soberanía por mediación divina, lo que daba base teórica a la justificación del absolutismo. Sin embargo, el poder absoluto del monarca contradecía los postulados del derecho natural y aunque todavía no se creyera en la necesidad de unas leyes capaces de garantizar las libertades según ese mismo derecho, sí pareció imponerse la idea de que el rey tenía legitimidad sólo cuando gobernara buscando el bien común, en beneficio de la comunidad. A pesar de ello, no todos los monarcas considerarán su poder o el del Estado de la misma manera. Los partidarios del absolutismo tradicional harán de la soberanía divina la base justificativa de su poder, mientras que los seguidores del absolutismo ilustrado concebirán al príncipe como el eje rector del Estado, justificando sus prerrogativas en la razón y en su especial disposición para ponerse al servicio de los súbditos. Ninguno de ellos, sin embargo, dudó nunca acerca de su poder e incluso trataron de incrementarlo por todos los medios a su alcance, a pesar de la opinión o de los obstáculos que se interpusieron en su camino. La decadencia de la soberanía divina de los reyes empezó al mostrarse en muchos aspectos y el despotismo ilustrado refleja tanto esa tendencia como los muchos cambios que aparecieron. Por eso, a pesar de que la unión Ilustración-monarca se dio en casi todos los países, hubo variantes nacionales profundamente marcadas. En Alemania la Ilustración y sus portavoces no rechazaban el Estado ni la sociedad estamental, sólo querían hacerlos más eficientes y modernizados mediante reformas; en Francia, por el contrario, expresaron una crítica radical contra el orden existente, atacando tanto al rey y los estamentos privilegiados como al Estado y exigiendo cambios verdaderamente revolucionarios. Esta evolución en el pensamiento político no fue lineal ni uniforme por la gran variedad de obras y de teóricos que se encargaron de desarrollarlo, siendo sobre todo tres los autores cuyas ideas representan las aportaciones más novedosas y sugerentes, capaces de modificar la teoría y la práctica de los gobiernos establecidos. En primer lugar, J. Locke, heredero de las revoluciones inglesas, quien en su obra Dos tratados sobre el gobierno civil (1690) hace especial hincapié en la figura del legislador mostrándose partidario de la Monarquía parlamentaria. En segundo lugar, Montesquieu y su libro Del espíritu de las leyes, publicado en 1748, logrando que el pensamiento político ilustrado alcanzara su punto álgido al reformular de nuevo el poder y sus limitaciones, tanto desde el punto de vista histórico como del derecho natural. En una tercera etapa podemos hablar del absolutismo ilustrado radical, desarrollado sobre todo en la obra El Contrato social (1762), de J. J. Rousseau. En general, los filósofos estaban menos interesados en los métodos particulares de gobierno que en los principios que los inspiraban, pero respaldaron a los monarcas como los únicos capaces de llevar a cabo las reformas necesarias.

Aunque el absolutismo ilustrado era el régimen político más generalizado, hubo otros sistemas que lo cuestionaron. De hecho, la ascendente Gran Bretaña y las Provincias Unidas contribuyeron a su descrédito sugiriendo o demostrando que existían otras alternativas políticas que eran igualmente afortunadas en su funcionamiento. El parlamentarismo inglés representaba un rechazo frontal al absolutismo y se decantaba en el panorama europeo como una vía singular producto de las revoluciones acaecidas en el siglo anterior que sentó un modelo único de Monarquía parlamentaria donde la teoría constitucional que lo sustentaba atribuía la autoridad suprema no al monarca sino al legislador, encarnado por el Parlamento. Por otra parte, el republicanismo de las Provincias Unidas que descansaba en una estructura socio-económica burguesa al tiempo que terrateniente y nobiliaria, había consolidado las grandes instituciones de la república a pesar de las tentativas de la familia Orange de convertir al Estado en una Monarquía.

Absolutismo y antiabsolutismo tenían toda una serie de similitudes que se daban sobre todo en la asunción de determinados valores o principios éticos como la filantropía, la felicidad, el humanitarismo, la justicia, la tolerancia o el patriotismo. Las diferencias se daban, más bien, en el ejercicio del poder. De hecho, podemos hablar de varios grupos: los reyes que rechazaban totalmente las ideas ilustradas pero que al mismo tiempo emprendieron una serie de reformas que parecían inspiradas en ellas: María Teresa de Austria y Federico Guillermo I de Prusia. Otro grupo de gobernantes, entre los que habría que incluir a Pombal en Portugal, Tanucci en Nápoles y Carlos III en España, que emprendieron ambiciosos programas de reforma al tiempo que prohibían los libros de los filósofos y suprimían todas las manifestaciones de oposición al sistema político existente; en estos casos usaron el argumento de fortalecer al Estado no sólo para justificar sus reformas sino también para recortar los poderes y abusos de la nobleza y del clero, los dos pilares conservadores que se oponían a tales cambios. Por último, aquellos monarcas, como Federico II de Prusia, Leopoldo de Toscana y José II de Austria, que no sólo introdujeron las reformas ilustradas en sus países sino que reconocieron públicamente su deuda para con los filósofos permitiendo que las inspiraran directamente o a través de sus escritos. Ninguno de estos monarcas hallaron una contradicción entre su manera de concebir el poder y los principios ilustrados que aplicaban, y tampoco advertimos grandes diferencias entre sus prerrogativas y las de sus predecesores, porque cada uno concebía la realeza a su medida: Luis XIV se identificaba con el Estado y José II pretendía servir al Estado.

La voluntad y la constancia con que todos ellos se aplicaron en las tareas de gobierno para lograr el desarrollo y engrandecimiento de sus territorios se detecta en la profusión de reformas que afectaron a casi todas las parcelas de la vida pública, como podemos observar a continuación:

a) En el campo de la economía, las directrices se orientaron en dos direcciones: respaldo al mercantilismo o adopción de la fisiocracia. La primera orientación es adoptada casi universalmente, sobre todo por las monarquías que se encuentran en un estado de menor desarrollo por lo que se consideraba imprescindible mejorar la infraestructura productiva para así impulsar la producción, siendo realizada desde postulados intervencionistas. En estos casos, el Estado favoreció una industria de lujo al servicio de la nobleza, el clero y la alta burguesía al tiempo que protegía una industria popular para la mayoría de la población. Los países más desarrollados adoptaron doctrinas o sistemas económicos que ponían en cuestión la vigencia del mercantilismo, pretendiendo superar los comportamientos heredados y las actividades tradicionales que, como los gremios y otros monopolios, actuaban como una verdadera rémora para el avance productivo. La primera crítica al mercantilismo vendría de la fisiocracia; la segunda, de A. Smith en su obra La riqueza de las naciones (1776). En ambos casos, se postula la liberalización absoluta de la producción y el comercio y la desaparición de los privilegios económicos.

b) El marco de la justicia y el aparato judicial fue uno de los que reclamaron mayores cambios ante los métodos abusivos y la práctica indefensión de los procesados. Las reformas se centraron en dos aspectos: recoger y codificar las numerosas leyes existentes para ser publicadas en diversas colecciones legales, tratando de hacerlas accesibles a la mayoría de la población, e introducir importantes modificaciones en los sistemas penal y procesal. En este terreno, cabe citar: la eliminación de la tortura como práctica habitual de los procedimientos, la implantación del secreto de la instrucción sumarial, la erradicación de las mutilaciones y la pena de muerte (Código Penal de Austria en 1787), el establecimiento de cierta igualdad ante la ley (Austria, 1781, y Toscana), el facilitar mayores garantías judiciales para el reo y proceder a la necesaria adecuación de las penas a los delitos en sentido humanitario.

c) La política religiosa desarrollada estuvo marcada siempre por el regalismo. En un Estado laico y modernizado la institución eclesiástica debía quedar relegada al ámbito estrictamente religioso lo que hacía necesario delimitar claramente sus competencias en un sentido restrictivo. Se potenciaron las Iglesias nacionales frente al Papado, se fomentó el episcopalismo y se favoreció la reforma disciplinar del clero, tanto secular (nuevos seminarios) como regular -lo que significaba el cierre de muchos conventos y monasterios o la extinción de órdenes religiosas contemplativas-, asignándose a los clérigos un papel intermediario en la transmisión de la cultura, ya que se esperaba convertir al párroco en motor de progreso en el mundo católico y en maestro de escuela al pastor protestante. En el campo jurisdiccional intentaron limitar sus poderes y atribuciones -derecho de asilo (Carlos VII en las Dos Sicilias); Regium Exequatur, abolición de la Inquisición (Toscana, 1780); expulsión de los jesuitas en Francia, Portugal y España; tolerancia religiosa (Austria, Gustavo III de Suecia)-, al tiempo que recortaban su patrimonio económico (supresión del diezmo y desamortización de las propiedades de manos muertas), y, por último, intentaron erradicar aquellas actitudes y comportamientos de la religiosidad popular como peregrinaciones, procesiones de todo tipo, veneración exagerada a las reliquias o abusos en las indulgencias, que rayaban en la superstición y el irracionalismo, en aras de una religión más íntima y acorde con los nuevos tiempos.

d) La política social adoptada varió mucho de unos lugares a otros. En la Europa occidental y algunas zonas de Alemania tendió a suprimir o suavizar el régimen señorial y las cargas campesinas, mientras ocurría todo lo contrario en la Europa oriental. Igualmente se intentó acabar con las discriminaciones sociales respecto al trabajo (pragmática de Carlos III en 1765) y a la integración de las minorías étnicas judíos, gitanos- o religiosas. En Dinamarca, la corte y la alta nobleza encabezaron el movimiento reformista para poner sus haciendas a disposición de experimentos agrarios, suprimir las prestaciones personales y llegar a la liberación plena del campesinado. Luis XVI suprimió la servidumbre en los dominios reales; María Teresa de Austria no se atrevió a abolirla pero redujo enormemente las corveas; su hijo José II lo haría años más tarde, ganándose la animadversión del conjunto de la nobleza, y dictó una legislación protectora hacia los niños trabajadores. En todas partes se pudo mejorar la infraestructura de la asistencia social mediante la creación de redes hospitalarias y asistenciales de todo tipo, tuteladas por el Estado.

e) La educación aparece como uno de los puntos fundamentales del pensamiento ilustrado intentando cumplir dos objetivos básicos: combatir el analfabetismo y crear un sistema escolar que garantizara la instrucción de la mayoría de la sociedad. En este sentido, la política educativa se centró en todos los sectores de la enseñanza tradicional: multiplicación de las escuelas primarias para niños y niñas, ampliación y secularización de la secundaria, y reforma a fondo de las universidades favoreciendo la construcción de nuevas facultades dedicadas a disciplinas modernas, la renovación de los planes de estudio y los métodos docentes. Más significativa, si cabe, fue la atención prestada a la educación moderna mediante la creación de centros alternativos donde se adoptaban las disciplinas más renovadoras, racionalistas y científicas: escuelas de ingenieros (aunque al principio con fines militares), escuelas de artes y oficios, institutos técnicos, escuelas de comercio, escuelas camerales, etc., sin olvidar la erección de bibliotecas públicas en las ciudades más importantes, dada la importancia del libro como el instrumento clave de la educación y la escolarización.

Por último, el propio Estado también fue objeto de reforma y modernización, condición sine qua non para lograr el gran objetivo de estos gobiernos: incrementar el poderío de la nación. Varias fueron las medidas que se acometieron. Por un lado, remodelación a fondo del aparato institucional mediante varias disposiciones: en primer lugar, la creación de organismos eficaces y operativos que desde la Administración central o territorial fueran capaces de gobernar en aras de la uniformización y centralización del poder en manos del monarca; en segundo lugar, elevar la preparación del personal burocrático a su servicio, impulsando los estudios jurídicos en las universidades o creando centros especiales para los nuevos funcionarios; tercero, reforma del aparato hacendístico, intentando mejorar los sistemas de recaudación e imponiendo unos tributos pagaderos por todo el mundo que racionalizaran el sistema fiscal y acabaran con la desigualdad contributiva. Por otra parte, ampliar y modernizar la infraestructura militar, tanto terrestre como marítima, aumentando las fortificaciones y los efectivos humanos (los ejércitos dejan de ser mercenarios y se fijan diferentes sistemas de reclutamiento nacional); se organizan los cuerpos militares en unidades más operativas a las que se dota del equipamiento adecuado; se introducen conceptos como la disciplina, el honor y el valor como elementos básicos de la milicia; sin olvidar la importancia de la carrera militar como un nuevo medio de promoción social y servicio al Estado. Finalmente, desarrollo de una política de obras públicas que trataba de mejorar los transportes y comunicaciones internos (ampliación de la red de carreteras y caminos, canalizaciones, navegabilidad de ríos, colonizaciones interiores) y de embellecer las ciudades proporcionándoles jardines, paseos y edificios palaciegos o públicos como academias, bibliotecas, observatorios, museos y teatros, tan del gusto de la época.